Norfilia Caizales no supo que le faltaba una parte de su cuerpo hasta hace unos años. Fue una buena mujer desde niña. Su madre le enseñó a moler maíz, a amasar arepas y a cargar con la casa, pero no a tener hijos. Con eso se encontró después. Su aparato reproductivo fue siempre un misterio, no sabía qué era la regla ni dejó que su esposo la tocara hasta que, confusa, un mes después de casarse fue a ver a un cura que la consoló cuando le dijo que el contacto dentro del matrimonio no es pecado.
Las mujeres embera-chamí viven escondidas de su propio cuerpo. Es sagrado, como una flor que se marchita si ve la luz. Es un objeto frágil del que salen las criaturas que mantienen viva la comunidad. Dentro de esta reserva, donde la tradición es la ley, las mujeres de esta etnia han perpetuado con naturalidad durante siglos, no se sabe cuántos, una práctica que nadie sabe con exactitud cuándo empezó a practicarse en América: la ablación de clítoris.
En 2007, los embera-chamí rompieron un conjuro, una especie de mal de ojo. Ese año, una niña falleció en el hospital de Pueblo Rico, en el departamento de Risaralda, en el centro de Colombia, donde viven unos 25.000 emberas. Esa muerte puso al país, y al continente, en el mapa de la mutilación genital femenina, que se pensaba restringida a África y Asia. El médico que atendió a la niña se dio cuenta de que le faltaba el clítoris. El caso abrió la caja de los horrores. Aparecieron otras niñas mutiladas y se supo que la mayoría de las mujeres de esa comunidad lo estaban. La sociedad volteó a ver a estos indígenas. Los llamaron salvajes, impíos, violentos y empezó la lucha por su erradicación.
Norfilia Caizales no sabía tampoco que la parte que faltaba en su cuerpo era el clítoris. No sabía para qué sirve ni para qué se lo quitaron. Ahora, con una lucidez deslumbrante, casi revolucionaria, quiere ser partera para que ninguna otra niña vuelva a pasar por esto en Colombia.
Las parteras
Las parteras son las mujeres que ayudan a las embarazadas a traer niños a la vida. Son, por su sabiduría, un tipo de autoridad para los indígenas similar, aunque inferior, al sus médicos, que llaman jaibanás. Ellas saben qué debe comer una mujer encinta para que el bebé crezca sano y cuerdo. Saben cuál es el proceso del parto y qué preparado de hierbas y remedios aplicar en cada momento, algo que mantienen en secreto. Y saben también que a la mayoría de las mujeres embera-chamí les falta el clítoris, aunque nunca lo hubieran llamado así.
El cuerpo de la mujer es tan privado que el sexo solo se da en la oscuridad y los hombres no pueden ver cómo nacen sus hijos. La embarazada se arropa en su madre, su abuela y la partera. Solo ellas saben cómo hacerlo y, cuando llega el momento, se transmiten el conocimiento de generación en generación. “Mi mamá me enseñó que para tener el bebé tenía que abrir las piernas, poner mi mano y esperar. Unos 20 minutos, hasta que el ombligo se vacía. Entonces lo cortas y haces el nudo”, cuenta en una cafetería de Bogotá una desplazada que tuvo a sus hijas sola, en el baño de su casa, lejos de todo, en alguna de las veredas de Pueblo Rico hace tres lustros. Ni siquiera las parteras alcanzan a llegar a todos los nacimientos. El centro de salud más cercano puede estar a algunos días de viaje, un camino que comienza a pie o sobre el lomo de algún animal en la selva, donde viven en tierras comunitarias, y sigue por carretera. Ella hace oidos sordos cuando se le habla de la “curación”. Así se refieren a la mutilación.
El libro Embera Wera, que recoge las experiencias de cuatro años de proyectos para fomentar la emancipación de las mujeres de esta comunidad entre 2007 y 2011, explica que las embera tienen una relación muy fuerte con su cuerpo y el de sus bebés. Los recién nacidos son examinados minuciosamente para alertar de cualquier malformación. Las parteras prestan especial atención al clítoris de las niñas: “si sobresalía de los labios mayores, era cortado por la partera porque así se garantizaba una madurez normal”, explica el libro, basado en declaraciones de las mujeres involucradas. En cuanto a las herramientas, citan tijeras, cuchillas de afeitar... algo capaz de dejar un corte limpio que se sana, si cicatriza, con una combinación secreta de hierbas.
Entre la historia y el mito
El origen de la ablación en Colombia oscila entre la historia y el mito. La duda de que sea una costumbre ancestral perdura, pero la mayoría de las versiones dicen que fue algo que vino, antes o después, durante la colonización. Víctor Zuluaga es historiador retirado de la Universidad Tecnológica de Pereira y ha trabajado en las comunidades embera-chamí de Risaralda desde los años 70. Desde entonces, recoge relatos e historias sobre sus orígenes y sus tradiciones. Cuenta que en el siglo XVII, cuando los colonos ya habían tomado el control de la mayoría de pueblos indígenas, los chamí se mantuvieron indomables. Eran un pueblo casi nómada que vivía más de la caza y de la pesca que de la agricultura o la minería. La salida que encontraron para ellos fue, pues, el camino: los usaron para trasladar carga entre la costa y las montañas. Su trayecto pasaba por Tadó, un pueblecito riquísimo en oro actualmente en el departamento del Chocó, donde trabajaban cientos de esclavos africanos. Cuando coincidían los domingos, a veces también en sábado, los indígenas y los esclavos tenían “un pequeño espacio de libertad” donde compartir costumbres y rituales.
Esos esclavos, que venían de Malí y también estaban acostumbrados a que los hombres pasaran mucho tiempo fuera de casa, les enseñaron a los embera, que llegaban a pasar dos otres semanas dando caza a un animal perdidos en la selva, a controlar la libido de sus esposas. “La 'curación' tiene el sentido de poner a la mujer en una posición tal que no pueda cometer infracciones como las contorsiones o la infidelidad. Ellos hablan mucho en el término brinconas. Es curarlas de ese mal. El clítoris es ahí el centro: algunas sectas cristianas lo llaman el timbre del infierno”, explica Zuluaga.
La primera vez que oyó hablar de la ablación fue en los años setenta, cuando una partera le dijo que dos o tres meses después de que naciera la niña le quitaban “la cosita”. “Se coge una puntilla, se pone en las brasas y cuando está roja, lo colocamos y lo quemamos”. El profesor refleja la cara de pasmo que se le quedó en el momento de esa conversación. “Lo oí como testimonio de una persona que lo practicaba y no dimensioné ni creí que pudiera ser una costumbre viva. Creí que era algo que pasaba en el pasado”.
Erradicación con empoderamiento
Alberto Wazorna es embera-chamí y era consejero mayor de los indígenas de Risaralda en 2007. Fue uno de los abanderados en la transformación cultural que ha experimentado la comunidad en los últimos ocho años. Se siente un privilegiado por haber podido presenciar el desvelo. “Fue precioso ese proceso en el cual la mujer se daba cuenta que una práctica que ella consideraba cultural estaba haciendo daño a las niñas de la comunidad. Aprendimos que la tradición debe generar vida y no dolor y muerte”, cuenta sentado en una silla de biblioteca infantil de Mistrató, otro de los municipios de Risaralda donde ha habido muertas por mutilación en los últimos años, durante un taller en el que los jóvenes embera se forman para ser los líderes del futuro en sus comunidades.
La habitación del hostal es pequeña y oscura y las esquinas no forman ángulos rectos. Esto, junto con las dos camas que no dejan espacio para pasar, da una sensación de desorden, pero las almohadas de flores, por viejas que sean, dan cierta calidez a la estancia que ocupan mientras están en Mistrató, la capital del municipio colombano donde se encuentran sus comunidades remotas, durante los días que dura la escuela de formación indígena. Las mujeres hablan de ellas, de sus cuerpos y de la mutilación abiertamente, entre risas.
Wazorna insiste en que los primeros sorprendidos fueron ellos, los hombres: “Nosotros no sabíamos nada”, repite el ahora consejero de la Organización Nacional de Indígenas de Colombia (ONIC), “en términos de comunidad nos trajo un conflicto muy complicado. Nos tocó afrontarlo”. Desde que se destapó una comisión de organismos estatales (encabezados por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, ICBF) e internacionales (quien asumió el papel fue el Fondo de Población de Naciones Unidas de Colombia, UNFPA) se echó a la tarea de la concienciación y la transformación cultural. Fueron barriendo la selva para llegar a todas las veredas de todas las laderas de esa zona andina, especialmente en los municipios de Pueblo Rico y Mistrató (Risaralda), donde se han registrado más casos de ablación. Organizaron talleres y charlas con las mujeres, especialmente las parteras, para trasladarles la preocupación. Hoy, el ICBF dice tener unas 30 parteras de su lado, comprometidas a no continuar con la práctica y a difundir los esfuerzos por abolirla. La ONIC calcula que se han reducido en un 80% el número de casos, pero no hay manera de demostrar estas cifras, puesto que ni antes ni ahora existen registros de la ablación. Todos saben que una cultura de siglos no cambiará sinó en generaciones.
El trabajo, que busca concienciar más que punir, pasa porque las mujeres tengan un papel más importante en sus comunidades. Que formen parte de los entes de gobierno. Que den su palabra. Las leyes colombianas no contemplan la prohibición. Solo a nivel comunitario existe una pena de 24 horas de cepo y tres años de trabajos forzadas para las mujeres que se descubra que han participado en una ablación. Delfín Arce, consejero mayor de los indígenas de Risaralda, afirma que en los últimos años unas 300 mujeres han pagado su pena en ese departamento, algo que tanto el ICBF como el UNFPA como la propia ONIC consideran no solo contraproducente, sino injusto para ellas: víctimas no solo de la mutilación y sus consecuencias y de la discriminación social dentro de las comunidades, sino también del estigma de perpetuar una tradición violenta y peligrosa.
Los representantes de las instituciones en el diálogo por la supresión colocan en octubre de 2012 el hecho más importante en el camino por la erradicación que, asumen, tardará décadas en llegar a su objetivo. En una cumbre de autoridades del Estado, indígenas y no indígenas, se prohibió por primera vez de manera oficial la mutilación genital femenina. “La cultura debe generar vida, no muerte”, fue la conclusión que sacaron del encuentro. Llevaban cinco años intentando impulsar el cambio, pero antes tenían y tienen que suprimir la desigualdad.
- “Las mujeres muchas veces mueren de parto y algunas niñas a causa de la curación”.
- “Si la mujer no puede tener hijos o se manda arreglar para no tener hijos el hombre le pega porque cree que lo va a engañar”.
- “En Pueblo Rico y Mistrató están dando las niñas a los 10 o 12 años para matrimonio siendo que aún está como niña y eso es como violación”.
- “A las mujeres nos pegan con machetes, con palos y los hombres amenazan que si las denuncian, las van a acabar, por eso no han podido dejar castigar a sus esposos porque las dejan o las matan”.
- “Si una compañera queda viuda, se le daña la mentalidad y se va para Bogotá a mendigar diciendo que son desplazados”.
- “Si la planificación avanza la comunidad no va a resultar a futuro (...) Las mujeres están colocando dispositivos con eso está produciendo cáncer en la matriz, las pastillas están generando problemas, dificultades en la salud. No es permitido seguir planificando con los métodos occidentales, sí hacerlo con los tradicionales para cuando quiera tener más hijos que el otro esté mayorcito. Ahora el marido impone cuántos hijos van a tener”.
- “Se presenta maltrato físico, maltrato verbal y abuso sexual entre las parejas y al interior de la familia; que algunos hombres no respetan a las mujeres y que la embriaguez frecuente de muchos de ellos hace más grave la situación”.
- “En los casos de maltrato las mujeres nos quejamos con el gobiernador o la autoridad y ellos castigan a los dos esposos sin tener en cuenta que las mujeres no tienen culpa y en caso de borrachera con amenazas a las muejeres no se aplica la sanción”.
Las citas reflejan las inquietudes de un grupo de mujeres que se reunieron en 2009 con las autoridades indígenas de Risaralda con el objetivo de marcar las líneas de trabajo para empoderarlas y asegurar sus derechos. En esa reunión, celebrada en el marco del proyecto Embera Wera iniciado en 2007 por el CRIR, la ONIC y UNFPA para emancipar a las mujeres de esta comunidad, ya se prohibió a nivel regional la mutilación genital femenina.
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