La reciente fuga de “El Chapo” Guzmán de un penal de “máxima seguridad” ha revivido las comparaciones entre el capo mexicano y Pablo Escobar. El colombiano se escapó de la cárcel llamada La Catedral, en Envigado (municipio del Área Metropolitana de Medellín) en julio de 1992, un año después de que se entregara y luego de haber forzado a la Asamblea Constituyente a negar la extradición con una sangrienta guerra contra el Estado en la que murieron miles de civiles.
Escobar planeó su entrega desde 1989 y mandó a construir, en terrenos suyos y cercanos a su tierra natal, una cárcel a su medida en la que viviría junto con sus cuatro lugartenientes. El capo le pidió a su abogado, Guido Parra, que acordara con el alcalde de Envigado la construcción de la cárcel en un terreno adquirido por él en el cerro de la Paz, que forma parte de la geografía de su infancia.
Supongo que en el caso de Escobar no se puede -tampoco- hablar de una fuga, cuando fue el mismo narcotraficante quien escogió los terrenos y diseñó su lujosa mansión -que le concedieron como cárcel junto a sus secuaces- a su antojo, con lámparas, cortinas, cuadros, altares a la Virgen y mesas de billar; jacuzzis, criaderos de animales para los hijos de familiares y empleados, entre un sinfín más de lujos, extravagancias y excesos. Quizás el Chapo estuvo un poquito más incómodo, aunque, sin duda, tuvo con la holgura suficiente para mandarse a hacer un túnel desde su ducha, lo cual no tendría que sorprender a nadie porque ya sabemos que los túneles son su especialidad.
Hoy abundan los titulares, artículos de prensa y hasta memes que comparan la fuga de un capo con la otra, el poder (quién tenía más plata según Forbes, más carros, y aun ¡más mujeres!), y hasta la BBC se pregunta si “El Chapo” es “el Pablo Escobar” del siglo XXI. ¿De verdad eso importa? A mí, que como colombiana viví esa violencia y vi cómo la cultura narco, desde sus valores hasta sus gustos permearon toda la sociedad de mi país, me preocupa y me angustia muchísimo el tonito comparativo de los medios y el afán por escoger cuál de los dos fue más grande, más malo, más bigotón, el mero mero macho, cuyo nombre los narcocorridos cantarán sin tregua.
Hasta me han dicho que “El Chapo” admiraba profundamente a Escobar. Ya se ven en redes sociales mensajes que afirman que el capo mexicano “sería mejor presidente”. Y aunque el estándar de Peña Nieto es muy fácil de superar, la pregunta es: ¿Para cuantos mexicanos y colombianos este modelo de violencia machista se está convirtiendo en algo aspiracional? ¿Qué efectos tiene eso?
Ser el “capo de capos” no es ningún logro. Ahí no hay nada que celebrar. No crean que las fugas espectaculares y las sangrientas balaceras son un testimonio de la “astucia” de estos delincuentes. Son, más bien, el testimonio de la desigualdad de nuestros países, en donde una de las pocas formas efectivas de movilidad y ascenso social parece ser el narcotráfico, cuyos réditos son inmediatos y exorbitantes. Y son testimonio de una fuerza pública corrupta (pues ninguna de esas cosas pudo haber pasado sin que supieran el ejército y la policía) y la complicidad de las personas en el poder, políticos y empresarios con el narco y sus maneras de blanquearles las cuentas. La “guerra contra las drogas” no se acaba porque no hay voluntad política para hacerlo, y no la hay porque hay mucha gente que gana mucha plata con el narcotráfico. Escobar y Guzmán son meras fachadas cuyo ego fue y ha sido alimentado por gobiernos, medios y sociedades que sucumbieron ante la fascinación de su maldad.
Estos capos, convenientemente endiosados, protagonistas de historias y mitos, tienen la función útil de ser cabezas visibles de un problema. Cortas la cabeza y dices en la prensa que se acabó. El 2 de diciembre de 1993, día en que asesinaron a Escobar miembros del ejército colombiano, la DEA y los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), Luz María, su hermana dijo “¿Y creen que porque mataron a Pablo se acabó el narcotráfico en Colombia?”. Y no. Porque “acabamos” con todos nuestros capos y contrario a lo esperado, la producción de cocaína sigue estable, si es que no ha incrementado.
La violencia del narco ha venido sofisticándose en muchos aspectos, y Guzmán y los capos sucesivos de acá y de allá, más que ser competencia de Escobar, han sabido ser discípulos juiciosos que han tenido en cuenta los errores cometidos por su “maestro” para no ir a cometerlos. Los de ahora mandaron a sus hijos a estudiar a las universidades del Ivy League y ya regresaron al país como “empresarios” y políticos, tal cual lo hiciera Michael Corleone en las tres películas de El Padrino, y como lo hizo la ilustre familia Kennedy, que amasó su fortuna con el contrabando de trago (narcotráfico prehistórico). Y puede que ya no tengamos balaceras en cualquier calle, pero todos sabemos por cuáles no se camina si no quieres que te metan un tiro; ya no hay amenazas de bomba en los colegios (recuerdo que cuando era niña cada semana nos hacían un simulacro de evacuación, por si acaso), pues ahora estudian juntos los hijos de los narcotraficantes, con los de los políticos, con los de los fiscales. Aprendieron a mimetizarse
Desde que llegué, he tenido montones de veces la conversación sobre Escobar cuando se enteran de que soy colombiana. Me preguntan por su vida (y le dicen “Pablo”) como si yo, por ser colombiana, tuviera que saberme de memoria la biografía del “héroe nacional” cual si se tratara de Benito Juárez. Me dicen que ya en mi país todo anda bien (sí,claro. Ajá) y que ese Escobar sí que era “un tipazo”, que todo lo hizo “por su mamá”, que “el pueblo” lo adoraba. Nada de eso es del todo cierto, y la novela sobre El patrón, si bien está basado en un relato periodístico, no es un documento histórico. Cuando dicen que en Colombia “ya todo está bien”, lo que están diciéndome, a mi modo de ver, es que puede existir un hombre como él y que después la cosa puede resolverse con un final feliz.
La violencia de Escobar y de la guerra contra el narcotráfico ha dejado en Colombia hondas y gravísimas secuelas. Sirvió y aún sirve para justificar el paramilitarismo que, conjuntamente con el Estado, quienes fueran los Pepes, después convertidos en las Autodefensas Unidas de Colombia, ayudaron a matarlo y se aprovecharon del momento de inestabilidad para cometer a sus anchas magnicidios, asesinatos a sindicalistas, líderes de izquierda y genocidios como el de la UP, mismos que convenientemente aún se le endilgan al Patrón y no a los verdaderos responsables. También, con los “falsos positivos” (nuestros “43”), se demostró que la fuerza pública es sobornable y corrupta. Las conocidas prácticas de Escobar (mandaba a pedir niñas de los pueblos para que se las entregaran “en sacrificio”) les dio a las redes de trata la idea de hacer “subastas de vírgenes” (¡así como lo leen!). Es decir, el perfecto comodín. La violencia del narco también les dejó a todos los periodistas un nivel de autocensura del que es muy difícil sacudirse. Pablo Escobar no fue nunca, ni bajo ninguna luz, un héroe. Guzmán tampoco.
El otro día me contó un amigo colombiano, de visita en D.F., que paseando por La Roma llegó a la intersección de las calles Medellín y Sinaloa. Su acompañante, mexicano, le dijo ¡voy a sacarte una foto! Mi amigo, a quien la bomba en el vuelo 203 de Avianca puesta por el Cartel de Medellín en 1989 le dejó un familiar y dos conocidos muertos, declinó en silencio. No hay manera de sentir orgullo por esos muertos.
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